Rodolfo de Matteis

 

L’AQUILA – ITALIA
años ‘60

 

     Aquella fue la casa donde crecí, en el 3er piso, mi cuarto con la terraza en frente al gran Cedro del Lebanon, monumento nacional, más alto que nuestra casa. De la otra casa en L’Aquila tengo poquitos recuerdos, de la en Pescara donde pasé los primero tres años de mi vida, nada. L’Aquila, ciudad de montaña en el centro de Italia, a 100 km de Roma, construida en el 1229 por los habitantes del área, según un proyecto arquitectónico único por la época y con un claro enfoque en la geometría sagrada, en contra del vasallaje de los pueblos al poder de los barones clericales, y que nació como libero Comune, ve mis primeros recuerdos en una casa antigua con un largo pasillo oscuro desde la entrada a la cocina donde estaba mi mamá y sus tareas. Alguien dijo que en las tinieblas estaba un lobo al acecho y yo, desde los cuatro años, pasaba largas temporadas de las aburridas tardes invernales ahí, en el fondo del pasillo sentado en el piso de mármol, solo en la oscuridad esperando para ver si de veras venía el lobo. Otro recuerdo de aquella casa fue mi lucha para no ir al kínder, lucha que al final gané, después de arriesgar la vida con una apendicitis aguda que me operaron de urgencia, justo mientras que mi mamá miraba desde la ventana del hospital el eclipse solar total; era el 15 de febrero de 1961:
     - ¿qué regalo quieres? - 
     - no ir al kínder con las monjas ¡nunca! -


     Pero aquella es otra historia. Por fin, a mitad de los ‘60, después de un brazo roto, cambiamos de casa y subimos hasta aquel tercer piso, un gran doble departamento, en una casa que sucesivamente iba a ser gravemente dañada por el terremoto del 2009 quedándose inhabitable hasta la fecha. Afortunadamente ya la habíamos vendido apenas un par de años antes del desastre. Mi cuarto era amplio, luminoso con la ventana mirando al Este-Sureste, una piel de vaca blanca y negra en el piso de madera, donde yo jugaba feliz. Aún si la narración de mi infancia la acostumbro caracterizar con tristeza y  soledad, evidentemente todo esto se quedaba afuera: en mi cuarto no se metían, ahí era todo un vuelo.


     Tirado sobre aquella piel de vaca en Savasana, la postura yoga del cadáver, a los 13 años postulaba:
     - yo soy el centro, alrededor de mi gira el mundo. - .


     Antes de eso jugaba con un par de GI Joe’s: el moreno sin una pierna era el verdadero héroe, hasta le había pintado bigotes con una pluma Bic, el otro rubio y nuevecito era su aprendiz, y los dos tenían que rescatar a la Barbie de mi hermana secuestrada por los alienígenas, y era una épica interestelar que terminaba en grandes abrazos eróticos del moreno con la Barbie, cuando mi hermana no estaba y yo la podía usar. Pero no todos los alienígenas eran malos, y yo pasaba horas sentado en una esquina de la terraza esperando una nave espacial extraterrestre que venía por mi, para llevarme a las estrellas, a la libertad. Aún si iba a ser invisible, porque sino mi mamá la podía ver y chingar el plan de fuga (como de hecho hizo años después cuando descubrió e impidió mi plan de fuga para irme a un primer festival hippie) yo nunca dudé que, en cuanto la astronave hubiera llegado, yo iba a ser tan seguro de su presencia como de dar un pase en el vacío para subirme en ella, que iba a estar en la mera esquina Sureste de mi terraza, e irme, ad Astra.


     Nunca llegó. Pero muchas veces en las largas esperas del rescato me entretenía con un deporte extremo que había yo desarrollado, o sea el pasar desde la terraza a la ventana de la cocina, así trepando pegado al muro como un hombre araña con los tres pisos de vacío abajo, el cual vacío no me daba miedo, hasta lo podía mirar, me sentía en perfecto control, estaba fácil, al limite de mi posibilidades pero justo ahí en mi posibilidad. Y lo hacia en seguida, subir de pié en el pasamano de la terraza, pegarme bien bien con las manos y la panza en el muro de la casa mientras que extendía la pierna izquierda lo máximo posible hasta poner el pie en el alféizar de la ventana de la cocina, pues trasladar el peso del pie derecho al izquierdo, y por fin agarrándome con la mano al marco de la ventana encontrarme completamente arriba de la ventana de la cocina. Y entrar. Y en seguida al revés, desde la cocina de regreso a mi cuarto, y me gustaba pararme a la mitad, en el momento más peligroso, tranquilo, mirando abajo, bebiendo a grandes sorbos el poder.


     No se donde estaba mi mamá durante aquellos malabares, probablemente al principio yo cuidaba de hacerlo cuando ella había salido de la casa, pero con el pasar del tiempo y el aumentar de la confianza en mi destreza le agregué otro thrill, otra excitación, la de hacerlo en velocidad con mi mamá en la casa, tranquilo que de todo modo si no estaba en la cocina no podía verme. Recuerdo que una vez encontrándome en la cocina me dijo, así, espontáneamente:
     - ¿cuándo entraste aquí? no me había fijado. – me sentía Nembo Kid.


     Mi terraza era conectada con la terraza de la habitación de mis papas por medio de una correa para tender la ropa e, inesperadamente una vez, mi mamá salió con su tina de ropa mojada en su terraza, justo cuando yo estaba en el medio del traslado, en su punto mas difícil, con una pierna acá otra allá.
No la vi, pero su grito de terror me heló: las piernas me dolieron de inmediato, fue la única vez que arriesgué la vida en aquella operación tan sencilla y divertida hasta entonces, casi me caigo, sentí el miedo, el miedo de mi mamá recorrió mis piernas, subió a mi corazón y lo aflojó. Me salvaron solo aquellos tentáculos invisibles que agarraban mi estomago al centro de la tierra, aquellas ventosas de pulpo que pegaban mis manos al mero muro, una fuerza de voluntad profunda que desafiando al miedo a la culpa a la locura escogió la vida a la tan fácil huida de la muerte en el abismo.

 

HIERVE EL AGUA – OAXACA – MÉXICO
años ‘90

 

     Desde entonces sufrí de vértigo, me dieron miedo las alturas; no sé que es el vértigo, un mareo dicen, un mareo que te puede hacer caer, en mi caso mas bien se trata de una atracción fatal, un deseo de lanzarme al abismo. Y el mareo es solo el miedo de no tener la fuerza de resistirme a este deseo, a este llamado, a estas ganas de volar.


     Y sí que un día, mientras que, en un seminario de Tensegridad, Jim leía una poesía de Clarissa Pinkola Estés (autora que en aquella época casi odiaba ya que Tatiana, después de haberme vendido a la policía, cuando le pedí de darme un libro para leerlo en la cárcel mientras que se me llevaban ¡me dio, llorando lagrimas de cocodrilo, “Mujeres que corren con lobos”!) y yo, escuchando la poesía con ojos cerrados, de repente recuerdo: recuerdo mis sueños donde por años había volado así libremente, sin extender los brazos como alas mas bien solo con mi decisión, y ya. Volando libre, siempre. Pero hasta entonces me era prohibido el recordarlo porque tenía siempre vivo el recuerdo de cuando en otro sueño yo volaba tranquilo a ver mi mamá, y de repente mi cuñado me dice:
     - pero vas volando… ¡no se puedeee! -  y el terror de esta realización es contemporáneo al recordarme, en el sueño, que mi mamá se había ido, y el decirle yo asustado:
     - pero tú… ¡estas muertaaa! – y caigo.
     Y ya me lo creí, de no poder volar, aún en los sueños, jamás.


     De todo modo esto pasó después, en los primeros años del 2000. El evento del cual quiero hablar se ubica en los finales de los años ’90, cuando trabajaba de poeta en la mágica ciudad de Oaxaca, exactamente la temporada en la cual yo residía, sin casi nunca pagar, en el hostal de Santa Isabel, justo en frente de la Basílica de Nuestra Señora de la Soledad, y ahí estaba una genial pareja de franceses. Céline y su novio un día me invitan a ir con ellos y más amigos a Hierve el Agua por celebrar la Luna Llena, diciendo que me pagan todo, que me quieren; yo al principio pienso de no poder ir. Pero ellos insisten, con cariño, y por fin acepto.


     Viajamos 40 km en bus hasta Mitla, el Lugar de los Muertos, importante sitio de ruinas prehispánicas de una entera ciudad que tiene unos mil años; y de ahí seguimos en microbus rumbo a las montaña por un camino zigzagueando entre cerros y valles. Empecé a asombrarme. Había una energía especial, desde Mitla en adelante ya no estas en la realidad ordinaria, ya pasado el lugar de los muertos se sale del Inframundo ¿hacía donde?


     Hierve el Agua es increíble.

     Recita Wikipedia: “Hierve el Agua es un sistema de cascadas petrificadas, formadas por carbonato de calcio. Las cascadas son de origen natural y se formaron hace miles de años, por el escurrimiento de agua con alto contenido de minerales.”


     Acampamos no se donde en la montaña blanca. Aún de día el paisaje es lunar, lla piedra es blanca, pero blanca de veras, y rotunda, y suave, aún si las rocas al tacto están duras como cualquier roca, la ilusión no te gana y sabes que todo es suave, suave por su rotundez, suave por el colorcito de las aguas sulfúreas, que escurren dejando un rastro amarillo. Nada de infernal, nada mas lejos de lo infernal, el sulfúreo aquí está suave, delicado, cálido, abrazador, materno, blanco. Como Bianca se llamaba mi mamá, que acababa de morirse unos años antes, apenas. Y ahora puedo ver toda la épica de mi estancia en Oaxaca como la consecuencia de esta perdida, el desarraigo, la locura del mundo como orfanato; y como explosión de la libertad, una libertad robada agarrada por fin con manos vengativas, así sin pies en la tierra, poder volar en fin, sin raíces, sin miedo, sin culpa, sin hacerla sufrir, sin hacerla temer, por fin poder arriesgar mi vida todos los días, andando de noche por los barrios mas peligrosos, preso 15 veces por la policía que ya no me quiere ni en la cárcel y me suelta sin pagar, andando a desafiar los dealers exigiendo drogas sin dinero... y siempre con el anillo de oro esmeraldas y diamantes de mi mamá en el dedo, por donde que sea, sin venderlo, sin temor que me lo robaran, aún cuando me robaron todo, toda la herencia de mi mamá, amanecí por fin en la cárcel con solo el anillo al dedo, aquel anillo que en fin se lo agarró el desierto, así, ofrenda automática no más.


     Y hay en Hierve el Agua unas albercas naturales de calientitas aguas termales donde pasamos la tarde, bañándonos, y todo está suave y divertido. Y la Luna subió.
La luna llena, en un paisaje ya lunar de suyo es algo que no se puede creer… parece un viaje de acido.


     Y sí, así anunciado de veras  llegó el acido. Un californiano tiene LSD, de lo bueno, puro. Nadie quiere, solo él y yo. Y caminamos por horas esta montaña y por fin llegamos a la cumbre, donde hay el mero manantial del agua sulfúrea, él que con el pasar de los milenios esculpió esto cerro, lo creó, lo moldeó. Y ahí hay un lado del monte muy empinado, redondo declive, donde tomamos asiento, es como estar sentados en un huevo, exactamente, redondo y blanco, con la luz de la luna llena que llueve blancura y paz arriba de nosotros y del monte y del mundo entero.


     Aún si estamos en al orilla de un abismo, sentados en un lugar donde no existen líneas rectas sino es todo una rotundez un deslizarse de aguas y de voluntades, no tengo miedo, no tengo vértigo: como siempre el acido, más bien no solo el LSD si no todos los enteógenos, me da seguridad, me tiene firme y claro, no hay deseo de muerte, no hay mareo, si estoy aquí aquí estoy, y aún si la realidad está móvil y todo puede cambiar yo estoy firme, el tiempo se para, el aliento de la eternidad lo bloquea todo, y ya no hay espacio para dudas, declives lógicos, derrumbes existenciales.


     Y algo me agarra la pierna y me jala.


     No se ve nada, no hay nada, mi amigo de California ríe contando no se que historia; pero yo de repente la siento, y es como una mano invisible, una fuerza definitivamente extraña que me agarra la pierna apenas arriba de mi tobillo izquierdo jalándola para abajo, y abajo hay el abismo. Esta vez no soy yo, no es un miedo, un mareo, un deseo de clavarme ¡no! Es una energía foránea, no hay duda en esto: ¿demonio? ¿espíritu de la montaña? ¿la tierra de México que reclama sacrificios humanos? ¿el loop de Nanahuatzin el viejo dios de la cosmología mexica que tuvo que tirarse al fuego para crear el Sol? ¿un alienígena? ¿un fantasma? ¿doppelgänger? ¿o atractor extraño? No se, no lo se, es una nada, una nada que pero se siente, neutral pero muy fuerte. No habla, no dice: come, come to the sabbath, no hay maldad, juicio, nada: pura fuerza jalándome, nada más que eso, aún si muy bien definida por su voluntad cierta que la personifica y la localiza.


     Y mi pierna se movió, fue arrastrada y cuando el movimiento llega a mi nalga ¡no! Me levanto y voy unos metros por atrás, donde la roca está horizontal, y ahí tomo asiento al seguro
     - ¿qué pasó? – pregunta mi amigo, y yo no lo quiero asustar, o mejor dicho pasar de loco diciéndole que hay algo por acá, que no estamos solos, que me quieren matar:
     - Sufro de vértigo. – .

 

CERRO DE LA BUFA – entre el CERRO QUEMADO y el CERRO LUCERO

WIRIKUTA – MÉXICO - 2014

 

     ¡Que camino asombroso! Por estas montañas siempre me sentí un dios, un águila, un indio. Antiguo, antiguo como las montañas. Una vez me puse en trance para ver que vida pasada podía haber tenido acá por sentirme tanto en mi casa, y me vi como un niño indio, de unos siete años, de pelo color negro metálico, mientras que en el desierto caían metéoros de todos lados, literalmente llovía fuego. Algo muy antiguo.


     De todo modo no sabía estas cosas cuando la primera vez llegué por acá. Y comí Peyote. Y me sentí un indio, sin miedo, trepando montañas, recorriendo millas y millas, poderoso con mis patas de venado. Y un día me fui en la mera orilla norte del Cerro Quemado, ahí donde años después pusieron una cerca de alambre de púas para que la gente no arriesgue caerse ya que es muy empinado, justo en el trasero del elefante. Y me acuclillé ahí, sin sentir algún miedo del abismo, pero no solo: me encontré con la punta de una penca de maguey, una espina terrible, justo a un centímetro de mi ojo izquierdo, pero no me daba miedo, no habiendo alguna chance que me picara, sin miedo a cegarme ¿y como? Yo estoy aquí la espina ahí, yo estoy aquí acuclillado en le declive y el abismo ahí. No hay contacto, no hay riesgo, no hay error, el aliento de la eternidad me da el control, completo total control de mi cuerpo. Y una fugaz bendecida sincronía que puede parecer poner a uno en control del mundo entero, engañando con la borrachera del poder aquel que no percibe lo divino.


     Filosofía a parte, en la vida de todos los días el vértigo seguía, y siempre me iba alejando de cualquier orilla, de cualquier altura, hasta de las ventanas en los palacios ¿huyendo de mi deseo o de mi miedo?


     Un día de mayo como Peyote y voy al Cerro Lucero, que llaman aún Cerro Grande, 3180 metros sobre el nivel del mar, la cumbre más alta del estado mexicano de San Luis Potosí, justo arriba del Cerro Quemado, la montaña sagrada donde nació el Sol según los indios Wixarikas, de donde se admira el desierto de Wirikuta en todo su esplendor.


     De regreso bajo por otro camino todo arriba del abismo pasando por muchos puntos muy empinados, sin miedo, bien agarrado a la tierra, si no que de repente un pié se desliza en el pedrisco, pero no caigo.
– ¡Con cuidado! - me grita un pastor de cabras, que anda por acá mero, donde osan las cabras, como un hecho cotidiano; y yo, bien empeyotado que creía de descubrir el paso al Noroeste.


     El acontecimiento me da de pensar. Ya estoy arto de este vértigo en mi vida, y hoy con la ayuda de Mescalito, el Peyote, quiero hacer algo al resguardo.
Así que bajo con mas cuidado hasta unos de los Cerros que aquí llaman La Bufa, cerros muy particulares, femeninos, hay uno que se ve desde el Real, que es la hermanita del Quemado, y este, a mitad del camino entre el Lucero y el Quemado, será la hermanita del Lucero.

 

 

     Ahí arriba me acerco al abismo lo más posible, está alto, verdaderamente alto, estar de pié en la orilla no me va a dar la tranquilidad para hacer el trabajo que quiero hacer, así que me tiendo, panza abajo con la sola cabeza asomada en el abismo, el cuerpo bien seguro, pegando hasta el pito a la cumbre del monte.


     Y de ahí miro, pero esta vez no quiero mirar el escenario, esplendido y grandioso que se ve desde ahí con nuestros dos ojos, más bien quiero ver con mi tercer ojo, el clarividente, en la búsqueda de la bronca, la imagen, el nudo en mi subconsciente que está detrás de mi vértigo.


     No veo nada pero oigo. Sí, primeramente se activa mi quinto chakra y oigo un alarido, un alarido sin fin.


Y se que voy cayendo, siempre, toda mi vida me fui cayendo en el vacío.


     Quizás caigo desde aquella vez que mi mamá me vio y gritó. Y en mi/su imaginario me caí, y ya que la imaginación es infinita seguí cayendo, siempre, hasta ahora. Quizás, o más bien en este caso diría aún, sea una caída mucho más abstracta, una caída de siglos de milenios de eras cósmicas: la caída a esta dimensión terrenal, el nacimiento el salir del útero por aquel túnel oscuro, la expulsión el rechazo, el miedo el terror ¡mi mamá me echa a lo desconocido! La cálida oscuridad materna que te empuja con violencia a la violencia de la luz; la caída a la existencia al sufrimiento al dolor al miedo a la pugna; la caída de mi astronave en el Sol; la caída de Lucifer, él que lleva la luz; Dios que nos echa del Edén; el Big Bang; el miedo a vivir.


     Y el primer respiro quema los pulmones y me hace gritar, y aquel grito sigue, sigue y me persigue, y es el grito de mi mamá cuando me vio jugar que nunca se calló, y sigue hablándome del terror que da la muerte del amor.


     Y es el alarido mío, el miedo a morir, la entrada al agujero negro, al sinfín de la depresión la tristeza, la nostalgia de la vida todavía viviéndola, el apego, la ilusión de la seguridad que chirria como uñas rasgando una pizarra; el grito de dolor de todos aquellos que torturé en quien sabe que vida pasada de verdugo; la frecuencia altísima que emitieron las hormigas cuando en Goa le puse keroseno a su colmena colgando de un árbol donde quería yo instalarme y del cual me fui corriendo con su grito zumbándome en los oídos; el grito de la locura del derrame emocional, aquel grito con el cual había pasado toda mi vida.


     Y arriba de esta roca en esta área sagrada de Wirikuta con la ayuda del maestro Hikuri, el Peyote, con tantos años de entrenamiento de mi clariaudiencia y gracias a todos mis maestros visibles e invisibles, ahora me doy cuenta que siempre, apenas a bajo del nivel de la consciencia, malamente escondido por la cortina de la mente, siempre estaba oyendo aquel grito, y que era aquel grito a comunicarme el terror, la locura, el pánico, la prisa el ansia el afán de vivir corriendo, de vivir cayendo. Ya no like a rolling stone, no me iba por la vida como una piedra que canta y se va rodando feliz hasta aquel día desconocido de su muerte natural, de su pasaje al otro lado, ¡no! yo me iba gritando como una piedrota pesada aventada por un niño sádico en un pozo oscuro para matar algún animalito indefenso que por supuesto se esconde ahí en el fondo, en las entrañas de la tierra.


     Y no se si lo recordé en aquel momento mirando en el abismo de la Bufa, pero algún día pasado mi amigo Jorge, maestro de Tai Chi, me había comentado de una escena celebre en una película china de Kung Fu, cuando, cayendo una lluvia de flechas enemigas que traspasan el techo de paja de la escuela de caligrafía, el maestro impulsa los alumnos al orden y a quedarse concentrados en su tarea ya obra de arte hasta el último.


     Y no se si lo recordé en aquel momento mirando en el abismo de la Bufa, pero algún día pasado había visto yo la celebérrima foto del Falling Man, aquel hombre que se lanzó tan elegantemente desde la Torre Norte el once de septiembre de dosmiluno. Seguramente sin gritar.

 

 

     Así decidí de interrumpir aquel alarido.


     Sin grito se va a ir el pánico, es el grito que causa el pánico, que lo sigue causando, es el grito que empuja a la locura al descontrol, pienso; y además no era un grito de guerra, era un grito de miedo, y hasta no era mi grito más bien un loop incesantemente transmitido por invisibles bocinas subliminales por parte de invisibles entidades depredadoras.


     Ya.


     Y caigo sin gritar, y sigo cayendo en el infinito silencio, y ya que mi caída es un sin fin es virtual, y no hay arriba ni abajo, y si no hay fondo no hay gravedad, era el grito a crear la gravedad. Y ya no es una caída es un vuelo, un vuelo en el infinito. Y en lo infinito mejor sentarse, con calma, con las piernas cruzadas en la postura del loto, ahí en el vacío. Y me paro.


     yo soy el centro, alrededor de mi gira el mundo.

 

 

un selfie tomado aquel día arriba de la Bufa

     Esta mañana desayunando antes de escribir el final de este relato-verdad, para no llenar de migajas la habitación me asomé por la alta ventana, y tuve que recordarme de ponerle atención para ver que, y no me mareé.

 

 

Rodolfo de Matteis
   México Tenochtitlan, a 18 y 19 de julio de 2015.

 

 

 


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