Después de un largo aislamiento, cansado de vivir en mi habitación y saliendo solo a caminar por la playa durante los atardeceres como un animal perseguido evitando de reunirme con ningún humano, decido esta vez de participar en la fiesta.
A unos doscientos metros de las primeras personas que atienden el reventón bajo de las palmeras ya la música domina, en otros momentos me habría gustado, pero es demasiado fascinante para sentirme tranquilo y no oír en ella el encanto del flautista mágico que está escrito autoritario entre las líneas de la composición musical.
Un escalofrío helado me recorre por mi espalda, mis piernas por un momento pierden las fuerzas y casi me caigo en el suelo, el sudor fluye frío por debajo de mis axilas, estoy congelado a pesar de que el aire es realmente caliente, exageradamente para esta temporada. Para tener coraje empiezo a bailar, y de esta manera continuo mi recorrido a paso de danza.
La escena es terrible: la gente que baila alrededor de mí, cuyos cuerpos se agitan y casi se contorsionan al ritmo acelerado de música, miran fijo al vacío y, al contrario de las fiestas habituales, no hay una sola sonrisa en sus rostros, no se conoce alegría, solo expresiones estatuarias y teces pálidas y fúnebres. Entre más me sumerjo en la fosa de las serpientes y más la escena se repite; al moverme entre ellos hay un choqueo constante temblante yo por el miedo que me afloja las rodillas, pero nadie se queja, no recibo aquellos insultos o miradas pesadas usuales en estas circunstancias, y eso de veras hace resonar las campanas de alarma mientras sigo huyendo hacía la plataforma del DJ.
Abajo del escenario central la situación muda: aquí las tipologías cambian, no hay sólo aquellas especies de zombies como en los grupos más externos, si no para cada grupo de ellos existe una presencia dominante. Su mirada es igualmente vítrea, aunque de una calidad diferente, emana fuerza, y sus seguidores lo miran y lo imitan, adoptando inmediatamente cada uno de sus cambios de ritmos en la danza y los desplazamientos que sus pies trazan sobre la pista. Primeramente estoy interesado y, buscando algún mensaje oculto en esos movimientos quizás aleatorios, enfoco mi atención en esos esquemas, pero de pronto percibo su fuerte contenido hipnótico y me desengancho rápidamente. Los vampiros, como he llamado este tipo de dominantes por la aparente característica de conservar una cierta lucidez gracias a la energía que les aporta la dedicación de los sometidos (o tal vez directamente chupada) no parecen darse cuenta de mí, tanto que yo empiezo seriamente a dudar de su verdadera conciencia de sí mismos y de los demás.
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El corazón me duele físicamente, tengo un instante de asfixia y es entonces que por primera vez, tratando de superar al menos con la mirada esa especie de muro hecho de carne humana que me rodea, encuentro los ojos de un vampiro y en un instante comprendo… y ya realmente no sé quién sea el asesino y quién sea la víctima ¿quién chupa la linfa vital y a quién?
Aún peor, realizo la transformación repentina que ocurre en mí: ¡estoy convirtiendome yo también en un vampiro, un dueño con su cola de esclavos! ¿Y que si lo fui desde siempre?
Fría la atroz culpa serpentea en mí y mis esclavos se la chupan para aumentar el énfasis de su horrible danza blasfema, mientras siguen el ritmo de mis pases que se transforma frenético por el terror.
La cabeza está para explotarme cuando empiezo a oír sus desesperados pensamientos, lineales en su terrible vacuidad; así como la asquerosa oportunista seudo-conciencia de los vampiros que me llaman:
- ¡ya eres uno de nosotros! no te rebeles al Imposible, aprovecha, aprovecha las migajas del manjar del gran verdugo... y agradecelo... -
Lanzo un grito, fuerte como la erupción de un volcán, pero nadie me mira, ningún enfermero de psiquiatría llega por mi... ¡es la verdad lo que veo!
sigue...
Rodolfo de Matteis