Mis capacidades de sanador fueron siempre reconocidas: una vez en la que entonces se llamaba Bombay paseaba en los jardines del Gate of India, donde se iba la banda a inyectar la heroína Brown sugar que se vendía a la esquina por vente rupias el cuarto de gramo, cuartito que por algunos ya era demasiado, tanto que aquel día veo un grupito de gentes alrededor de un cuerpo tirado en el pasto. Me acerco y pregunto que pasó.
- ¡Sobredosis! -
Nadie sabe que hacer, ni lo mueven del sol inclemente.
- Vamos en mi hotel que tengo la medicina - digo ya que tengo todavía la caja de Micoren, un cardiotónico que había robado a mi papá antes de partir y que nunca había necesitado ya que nunca en mi vida yo hice una sobredosis de heroína.
Y así bajo el sol alto y tórrido del mediodía subtropical indiano parte el desfile: en cuatro llevan el cuerpo como fuera un goleador triunfando o más bien un cadáver en uno de los tantos funerales de pobres que se encuentran diariamente en la India. Yo en frente guiaba el grupo, nadie de los transeúntes nos cuestionó o se preocupó, ni algún policía nos paró.
Llegando a mi hotel pasamos por la recepción sin algún problema… ¡de todo modo intentábamos salvar a una vida!
En el cuarto les digo de ponerlo en mi cama, el único mueble entre cuatro muros manchados. A cachetadas todavía no se anima el pobre, su tez es blanquísima, sus labios morados, abriéndole los parpados los ojos son blancos y volteados por atrás, parece no respirar, su cuerpo ya está duro… entonces abro la caja sellada del Micoren, saco un ampollita de vidrio, la quebro y cargo mi jeringa, la misma con la cual me inyecto en los últimos días o semanas.
Las venas del muchacho están colapsadas y difíciles de encontrar pero con mi ojo experto encuentro una todavía ligeramente visible en la pierna y les inyecto el fármaco salvavidas.
Como en una película de NDE (experiencia pre-mortem) de repente el muchacho se revive produciendo un ruidazo con su primer respiro. Todos felices. Nos inyectamos otra de heroína para festejar. - ¡No tú no! Tú ya te pasaste –
Mi fama se esparce. De vez en cuando tocan a mi puerta grupos de desconocidos cargando un cuerpo en coma… y después hay fiesta. El dueño del hotel, un buen hindú, empieza a tratarme con más respeto, llamándome babají o maharaj, y ya no me molesta los días que no tengo dinero para pagar la renta, olvidándose también de mis deudas atrasadas…
No me fue tan bien un año después en Goa. Una mañana tenía cita con Naná, una chica griega, para compartir un taxi ya que teníamos que ir a la ciudad de Mapsa a comprar morfina, que entonces se vendía en la farmacia, y los dos estábamos bien malón sin nada desde el día antes.
Cuando llego a las 8 en el lugar donde nos esperaba el taxi, ahí en la banqueta del chai-shop se encuentra tendido un cuerpo desmayado, sus amigos nos dicen que hizo sobredosis, por favor de llevarlo al hospital de Mapsa.
Ok. No hay más taxis en el pueblo, nosotros teníamos el único reservado desde el día antes.
Y así partimos, Naná y el chofer adelante y yo y el cuerpo atrás. Me preocupo, me parece más muerto que desmayado, pienso que el Hospital está muy lejos con todo y río para cruzar en barco y otro taxi del otro lado, más de una hora, a lo mejor… y así saco de mi morral la última de mis preciosas ampollas de Micoren, que ya habían salvado tantas vidas. Logro de inyectarlo en el auto corriendo.
Nada. Digo a Naná: - si ya no está muerto falta poco, nunca llegaremos en tiempo a Mapsa, la única es de ir al hospital de Perném –
Perném está más a cerca pero en la dirección opuesta, por nosotros ya sudando y temblando los escalofríos de la síndrome de abstinencia quiere decir retrasar de horas nuestra requerida dosis salvífica, pero no estamos ahí a pensarlo ni un momento y el taxi da vuelta, para salvar el desconocido del cual no sabemos el nombre ni de donde venga, la única cosa que recuerdo es que tenía solo un brazo y las dificultades que esto comportó para subirlo en el taxi a peso muerto, sin poderlo agarrar bien.
En el hospital de Perném lo declaran muerto apenas lo ven, no me había equivocado. Pero el taxista no quiere irse, piensa que podían haberle tomado el numero de la placa, y para descargarse de cualquier eventual responsabilidad... dice que me vio inyectarlo.
¡En corto estoy acusado de homicidio!
Nos llevan a la Comandancia de la Policía donde la situación se ve muy fea: las poquitas rupias que tenemos en los bolsillos para comprar la baratísima morfina gubernamental no son suficientes para corromper a nadie, ni para llamar a un abogado.
Pasan las horas… Naná y yo estamos cada minuto peor, la morfina se tiene que inyectar máximo cada 8 horas y ya pasó un día sin nada, la panza está toda retorcida, respirar duele, y cada célula del cuerpo grita de dolor.
Cuando por fin anochece las guardias nos dejan solos un rato para ir a cenar en el otro cuarto según la costumbre hindú de no comer en público, ya que muchas veces hay gente que ni almorzó.
El momento está bueno: agarrando la única chance de todo el día y brincando por la ventana desparecimos en la oscuridad de la Madre Noche.
Rodolfo de Matteis