Soy viejo, tan viejo para poderme acordar bien cuan viejo soy, en los últimos tiempos perdí la cuenta, me van a comprender ahora que les relate mi historia, sí, como en los cuentos de terror voy a dejar una carta de advertencia a la posteridad antes de morir.
Tuve una niñez aparentemente feliz e inocente, si no fuera que mi corazón iba anublándose por la decepción acerca de mis padres que nunca me hablaban por cierto, parecían tenerme escondido algo, su relación conmigo la veía nada más como una actuación, tras el telón de la cual vislumbraba yo escenarios oscuros y atemorizantes. Todo esto explotó en mi adolescencia que fue muy triste y solitaria o mejor dicho años de miedo y de pura incomprensión.
Unos de mis primeros recuerdos es de un juguete que tenía, un bonito y alegre camión de plástico rojo y amarillo a control remoto. Lo que pasa es que en aquellos entonces el control remoto no funcionaba con ondas radios sino con un simple cable… ¡que era mi maldición! Nunca podía yo jugar tranquilo como cualquier niño merece… ¡siempre el cable se enredaba! Cuantas veces mi mamá tuvo que venir por mi ya que yo gritaba, llorando como loco intentando en vano de desenmarañar el maldito cable o incluso de soltarme a mi mismo, ya que mientras más me movía más me amarraba…
Ya muchacho crecido vino el tiempo del walkman de la maldita sony, y cada vez que quería escuchar mi cassette de rock, era una pelea con el cable de los audífonos que, por más que yo cuidaba de ponerlos en su lugar bien ordenaditos, de allí salía ya hecho un desmadre, un bulto salvaje de víboras vivas y malvadas que reían de mis manos siempre más temblantes y nerviosamente batallando una salida del laberinto contemporáneo.
Me puse a estudiar física, pero por cuanto buscaba una explicación racional y materialista del asunto, no se me podía quitar desde la parte más escondida y profunda de mi mente la idea de que los cables tengan una voluntad propia, consciente y perversa, una seudo vida maliciosa de serpientes mitológicas.
Cada vez en la cual yo tenía que hacer algo con cables, correas, hilos, tiras y todo por el estilo, el simple trabajo preparatorio se transformaba en una lucha degollada que me afectaba en las entrañas acelerando el latido de mi corazón, el temblor de mis manos y el surgir de pensamientos feos, rabiosos, violentos y hasta blasfemos.
La misma noche en la cual escribí para la revista de la Universidad donde estudiaba un artículo titulado “Acerca de la capacidad de los cables de enredarse solos” casi me ahorqué con el cable del secador de cabello.
El articulo fue publicado, pero no en la sección de física para la cual yo lo había escrito, con tanta atención a los fenómenos que iba investigando siguiendo patrones científicos, sino que, para mi gran rabia, apareció en la sección menos seria de diversiones, burlas y cachondeos estudiantiles. Cuando me acerqué a la maquina eléctrica de escribir con la firme intención de redactar una carta de quejas, explicando a la revista que se trataba de un asunto serio y empírico y no de broma, me tropecé con el cable de la antedicha maquina contra la cual me atropellé cayéndole encima de cabeza y acabé con litros de sangre derramando de mi frente perpleja.
Pero igualmente el articulo llamó la atención de alguien y así fue que la Organización Internacional: “Conspiranoia, Misterios Ocultos y OVNIs”, C.O.M.U. por sus iniciales en inglés, me invitó a dar una ponencia en unos de sus abarrotados simposios; por supuesto una vez licenciado.
Mi vida empeoró en progresión geométrica con la llegada de los teléfonos celulares, videojuegos y computadoras domésticas que muy groseramente llevaron consigo los relativos innumerables cargadores que deslizan por todos lados sus peligrosísimos cables vivos acechando malvadamente a la raza humana desde cada cajón, mesa, esquina de cualquiera casa en todas culturas y latitudes.
Por fin, después de mil enredos, nudos, el cansancio extremo y los gritos de rabia que ellos me causaban a menudo diariamente, me gradué con buenos votos en la Universidad y fui así calificado para dar mi conferencia internacional.
El simposio C.O.M.U. aquel año se realizó en una gran capital lejana. Afortunadamente yo tenía derecho a todos los viáticos, así partí en avión… sobreviviendo a la correa de mi maleta que estúpidamente se me quedó atrapada mientras que el equipaje venía arrastrado por el carrusel transportador casi estrangulándome en el aeropuerto; en cualquier caso llegué vivo y me fue asignada una habitación de lujo en un hotel del centro de la famosa ciudad norteamericana.
Me llamó la atención que en un hotel tan bueno, cuando agarré el teléfono para llamar a casa se despegó su cable que pasaba por el techo y se me quedó ahí colgando arriba de mi cama como liana tropical, pero acostumbrado yo a estos acontecimientos no me preocupé mucho.
Puedo orgullosamente afirmar con honor que mi ponencia, frente a una numerosísima y culta platea, fue un gran éxito: muchas preguntas y un gran debate incluyendo físicos teóricos y teólogos siguieron mi disertación titulada: “Demostración científica de una voluntad serpenteante empíricamente observable en los cables”. Fue considerada solamente una ulterior prueba de mis razones cuando tropecé en el cable del micrófono y caí con la cara en el piso frente a centenares de personas de todo el mundo.
Regresado al hotel, abriendo la puerta de mi recamara, vi con asombro que el cable telefónico colgante del techo parecía haberse reproducido ya que había varios; desgraciadamente no fui de una vez a quejarme en la recepción si no que pensé aventuradamente de llamar a alguien por teléfono para arreglar la cosa. El camino hacía el teléfono fue una hazaña de guerra: todo el piso estaba infestado por hilos y correas de todos tipos que me agarraban los tobillos y me impedían de avanzar, como me desataba de uno me amarraba a otro… sudando y jadeante después de un tiempo inconmensurable logré de alcanzar el equipo telefónico, que pero venía enredado en su cable el cual, cuando lo jalé con fuerza, se quebró.
Aislado y solo en una jungla de cables que como lianas bajan del techo para poner raíces en el piso y hasta deslizarse como víboras vivas por todos lados nunca pude regresar yo a la puerta para salir a la libertad.
Cuantos años han transcurrido desde entonces no sé. Después de unos días de sed y hambre me dí cuenta de que unos de estos cables eran más verdes y suaves que otros y que jalando fuerte se rompían; por la desesperación los llevé a la boca y sí son jugosos y, aunque su sabor sea realmente horrible, alivianan mi estomago y sigo vivo. Sé bien que esta es la punición a la cual los cables me han condenado por haber revelado su terrible secreto; me pregunto a menudo si qué pasó con los demás que atendieron mi ponencia, me siento culpable si les fue reservado el mismo fin horrible que tengo yo.
Soy viejo, tan vejo que creo que parte de la condena fue la de prolongarme la vida para hacerme sufrir más, pero tengo esperanza de morir pronto, ya que los cables van reproduciéndose muy lentamente pero inexorablemente así que algún día no va a haber espacio para el aire y yo, en fin, moriré.
Rodolfo de Matteis, a 15 de noviembre de 2010, México Isabel