Cuando los hongos nucleares calientan los cielos de Altaír
dan una mano de rojo a los cabellos verde pasto de la mujer
recuerdo de la Tierra, de sus bosques de su hierba
una tinta que aman ponerse los astronautas mineros
para no sentirse tan lejos en aquellas lunas, de colores tan fríos
que los humanos no pueden impedir a su aliento de condensarse
y caer como minúsculo granizo adentro de sus cascos.

Los solos poquitos momentos de calor de toda una vida en el espacio
se sienten cuando explotan las atómicas en el planeta maldito
más que nada porqué se te calienta el corazón en pensar que otro golpe
se dio al misterioso enemigo, mientras que él todavía no te agarra.
¿Por cuánto tiempo? Ya el frío cósmico se va metiendo en el espíritu
de la chica, sola, con su carga de piedras excavadas duramente del asteroide.

No puede hacer nada más la mujer que escapar lo más rápido que pueda
hacía la cantina, donde la espera la fiesta, está rica otra vez. Si llega.
Solo los gatos pueden, ellos les sienten a los invisibles alienígenas
les huelen los gatos, y se lanzan de inmediato a la cacería
llevándose un torpedo nuclear: son los gatos la única defensa humana.

Los segundos transcurren muy lentamente mientras que la astronave huye veloz
un alarido rompe el silencio eterno cuando la chica ve partir el torpedo derecho.
El gato amarillo ya estaba en plena caza antes que ella descubra de estar bajo ataque
espera el detono, pero no llega, el misil desaparece y no regresa el gato.
El gato negro, lo de la izquierda, el último, sopla, se dobla, y se lanza.
No le calienta el corazón la esperada deflagración que nunca viene
ni la calentará jamás el mesero de la cantina que viene siempre tan pronto.

 

Rodolfo de Matteis 2002